DONDE LAS DAN, LAS TOMAN

                                    «DONDE LAS DAN…»

© condiciones al final

El portero del hotel le llamó un taxi y la ayudó a meter sus dos maletas de mano; Carmen se arrellanó en el asiento.

-A la terminal de San Lázaro, por favor.

El chofer observó a la señora de clase alta que lo había abordado en el Hotel María Isabel Sheraton , donde él tenía un lugar en el sitio de taxis turísticos; no estaba mal… tal vez un poco pasadita de peso, pero muy bien formada… buena pierna, aunque trataba de bajarse la falda, por el espejito alcanzaba a ver un panorama interesante. Buena ropa, muy elegante, joyería que se veía de buena clase, aunque él no entendía mucho de eso, pero su trabajo lo había hecho observador.

-¿A la TAPO?

-Sí, ahí- deseó que el chofer no la fuera a creer «fuereña», porque entonces, como era taxi turístico, le iba a querer cobrar el triple de lo normal. Quiso hacer comentarios sobre la ciudad o el tráfico, para que él se diera cuenta de que era capitalina, pero lo pensó mejor, porque después de vivir tantos años en Puebla, ya había adquirido el acento poblano, que es diferente, sólo un poquito diferente al del D. F., pero los taxistas lo captan al instante; así que prefirió no decir nada; no era que no tuviera dinero, pero le disgustaba que le cobraran de más; tampoco aceptaba que el chofer de su marido la trajera a México, porque no le gustaba sentirse «vigilada», así que prefería viajar en autobús, porque tampoco le agradaba manejar en la capital.

Miró por la ventanilla; había mucho tráfico a esa hora, hubiera sido mejor irse a las nueve de la noche como siempre, pero hoy había terminado temprano y a las cuatro ya no tenía cosas pendientes, así que fue al María Isabel por sus cosas y salió hacia la terminal de autobuses.

Mientras estaba perdida en sus pensamientos llegaron a la Av. Francisco del Paso esquina con Zaragoza.

-Por favor, váyase por la lateral, quiero que me deje en la Puerta 2.

-Sí, señora.

Carmen pensó que hacía mucho tiempo que no le decían «señorita»; era curioso, cuando pesaba menos de 61 kilos, aunque no trajera peinado de salón ni anduviera bien maquillada, no importaba si traía «jeans» o un vestido elegante; aunque estuviera en el supermercado o trajera a su sobrinito de la mano, siempre la llamaban «señorita»; ¡ah!, pero si pesaba más de los 61 kilos, no importaba que trajera el mejor maquillaje y acabara de salir del salón, aunque trajera portafolio, o anduviera cargada de libros, indefectiblemente la llamaban «señora», ¿es que (se preguntaba) el ser «señora» o «señorita» depende del peso?, cómo es extraña la gente…

-Son sesenta pesitos, señora.

Carmen buscó en su bolso el dinero, le pagó al chofer y salió del taxi, sin que el chofer la ayudara con las maletas. Entró al túnel mascullando lo poco caballeroso que son ahora los hombres y tratando de acomodarse una maleta en cada hombro, sin que le estorbaran su bolso y el saco.

Llegó a la terminal de los autobuses UNO, compró su boleto a Puebla sin tener que hacer fila, pues a esa hora había poca gente y se sentó a esperar la salida de su autobús.

Cuando anunciaron su salida, esperó a que todos se formaran y subió la última; no le gustaba esperar de pie a que los otros pasajeros se acomodaran y prefería subir cuando ya todos estaban sentados.

Buscó su asiento y vio que su vecina era una mujer de mediana edad, arreglada, aunque sencilla, que aparentemente trataba de dormir, pues tenía los ojos cerrados; Carmen le pidió permiso para pasarse al asiento junto a la ventanilla y también se acomodó con los ojos cerrados, aunque sabía que no podría dormir; ya debería poder hacerlo, después de tantos viajes Puebla-México-Puebla que hacía, a veces tan sólo por no aburrirse sola en su caserón poblano.

Por lo menos en México iba a visitar a sus amigas, a tomar un café con ellas, o hasta iba al cine sola, si no encontraba a ninguna amiga que la acompañara, cosa que era punto menos que imposible hacer en Puebla… ¡lo que pensarían si algún conocido la viera!, que no era difícil, pues siempre que salía a cualquier parte se encontraba a alguien conocido, y no era que ella fuera muy sociable o amiguera, sino que conocía a toda esa gente por las relaciones de su marido; ni modo, «noblesse oblige», era un pequeño precio que pagar, a cambio de que todo el mundo le tuviera consideraciones especiales debido al alto puesto que Hans tenía en la fábrica de autos.

Durante el trayecto por Zaragoza fue pensando en la cena que tendría que ofrecer la siguiente semana a uno de los más altos directivos venidos de Alemania, que recién había llegado al país, para confirmar o negar el ascenso de Hans a Director General; ya se estaba temiendo que la pusieran de cicerone de la esposa, aunque en realidad no sería desagradable pasear por Puebla, México, Tlaxcala y tal vez hasta Veracruz, lo que sí le disgustaba era tener que hacerlo por obligación y no por gusto, sabría Dios cómo sería la alemancita.

Claro que también a ella algunas esposas de ejecutivos menores la habían tenido que pasear, pero al menos ella era mexicana como las demás… recordó el viaje que hicieron a Xalapa, para ver el entonces nuevo Museo de Antropología y la casa de Santa Ana; también recordó que en ese entonces se había dado cuenta de que Hans la engañaba… bueno, también era un precio, aunque no pequeño, que había que pagar a cambio del status, las comodidades y todo lo demás. No cabe duda que todo tiene un precio…

Mientras pensaba en todo esto, ya estaban en lo alto de la montaña y empezó a percibir un olor desagradable. Abrió los ojos y vio que su vecina también estaba olfateando algo; unos minutos después, el olor era mucho más fuerte y un pasajero de más atrás advirtió:

-¡Chofer!, ¡huele a quemado!

El chofer ni se inmutó y todos los pasajeros empezaron a inquietarse, ella y su vecina se miraron.

-Desde hace rato huele a quemado, ¿verdad?

-Sí- respondió Carmen – espero que no sean los frenos.

-Si eso fuera, ya se hubiera detenido el chofer, ¿no crees?

-¡Quién sabe!, no me explico por qué no se para… tal vez sea por las curvas y la subida.

Otros pasajeros repitieron su advertencia al chofer, pero él seguía sin contestar. Por fin llegaron a Río Frío y se detuvo. Entonces sí abrió la puerta de comunicación, y se dirigió a sus pasajeros antes de bajar del autobús.

-Los que deseen bajar, pueden hacerlo, tal vez estemos aquí una media hora- sin esperar respuesta, se apeó y se dirigió al taller mecánico frente al que se había estacionado.

Carmen y Diana, su vecina de asiento, se miraron, sonrieron y se dispusieron a bajar. Diana sólo llevaba un suéter y una mascada para protegerse del frío, Carmen se puso el saco con cuello de piel sintética y los guantes de cabritilla, que no calientan, pero al menos protegen.

Se dirigieron a una de las pequeñas fondas situadas a la orilla de la carretera, escogieron una mesa lo más adentro posible, para protegerse del frío y pidieron sendos cafés; siempre sería mejor el café de aquí, que el agua tibia con café soluble que ofrecían en la «cafetería» del autobús.

Soplándole al café para no quemarse la lengua, Diana se atrevió a preguntarle -¿Eres casada?

Carmen la miró sorprendida, ella siempre ha dado por hecho que todas las mujeres maduras lo son -sí, ¿y tú?

-No…-mirada nostálgica -soy viuda.

-¡Ah!- no supo qué más contestar, dentro de su realidad sólo existían las casadas sin problemas económicos.

-¿A qué se dedica tu marido?- insistió Diana tratando de seguir conversando.

-Trabaja en la Volkswagen, es ingeniero automotriz, pero su puesto es administrativo, es funcionario de alto rango.

Diana la miró un tanto sorprendida -Qué curioso, mi «galán» también es ingeniero y trabaja ahí.

-Ah, ¡sí?- volteó a buscar a la mesera -¿tiene pan dulce?- volvió a prestar atención a su interlocutora -y ¿cómo se llama el «galán»?

-Otto, es alemán, o de origen alemán, no estoy segura, pero tiene un apellido impronunciable e inescribible, al menos para mí -ambas rieron de la ocurrencia, Carmen también encontró curioso el nombre del amante de su nueva «amiga».

-Mi marido se llama Hans Otto, como te dije, es ingeniero y también trabaja en la planta, pero, como sabes, toda la fábrica está plagada de alemanes, creo que con excepción de los obreros y algunas secretarias, todos son alemanes o hijos de alemanes ¿no?- sin esperar respuesta continuó, como dándose explicaciones a sí misma – y ambos nombres son tan comunes entre ellos, como José o Juan entre nosotros. ¿En qué departamento trabaja tu Otto? conozco a varios.

-No lo sé, nunca me platica de su trabajo, pero si te lo describo, tal vez lo identifiques: tiene como cincuenta años, es gordo, calvo, y alcohólico, pero sexualmente está bastante bien, parece como de treinta -Carmen pensó que en todo se parecía a su marido exceptuando en lo último, porque Hans era casi impotente.

Diana continuó, recordando algunos desagradables episodios pseudo-eróticos con su amante -lo único que me agrada, es que me da una muy buena ayuda económica, cosa que verdaderamente necesito, porque, como no sé hacer nada, desde que enviudé he intentado mantenerme vendiendo seguros.

-Así lo conocí -sonrió como disculpándose – pero la verdad es que nunca saco ni para pagar la renta- suspiró – además, me agrada sentir que tengo un compañero «casi» formal -volteó hacia otro lado -a pesar de ser casado, pero prefiero no pensar en eso- le sonrió tímidamente, esperando su aprobación.

Carmen, a pesar de sí misma, estuvo de acuerdo con Diana, porque ella estaba en el mismo caso: su marido era «igualito» al amante de Diana, con la diferencia de que ya casi no tenían relaciones sexuales, porque él la mayoría de las veces que lo intentaba no «podía» (alguna vez se había preguntado si serían así todos los alemanes maduros, pero según su interlocutora, por lo menos había una excepción).

Carmen no se sentía a gusto y hubiera querido divorciarse, pero, por otro lado, también necesitaba ser la «esposa de» y no quería perder la posición económica de su marido; como se sintió identificada con la viuda, la invitó a comer el siguiente martes, pues su marido todos los martes tenía comida con el Director de la Planta.

Diana dudó por un momento, pues ese era el día en que su amante a veces la llevaba a comer a Tlaxcala o a otra ciudad cercana, pero como no eran muchas las amigas que tenía y menos las invitaciones que le hacían, decidió aceptar.

-Entonces te espero, ten mi tarjeta, aquí están la dirección y el teléfono- le dio su tarjeta de la asociación caritativa en la que fungía como sub directora, con su nombre de soltera.

Diana tomó la tarjeta y se apresuró a sacar de su enorme bolso, que le servía también de portafolios, una suya, para entregársela a Carmen; a lo mejor y hasta conseguía un cliente.

Apenas estaban terminando su café con pan dulce, cuando se asomó el chofer a la puerta de la fonda y vio platicando amigablemente a las dos señoras tan distintas: una elegante y con mucha clase y la otra sencilla y con aspecto corriente, pero un poco más joven.

-Ya vamos a salir, ustedes son las últimas – y sin más se dio la vuelta.

Carmen dejó un billete en la mesa -yo invito, vámonos rápido.

Ya en el autobús platicaron de cómo eran sus respectivas casas, de lo que hacían en su tiempo libre -para Carmen era casi todo el tiempo, porque en la asociación caritativa su puesto era casi honorífico y prácticamente no hacía nada, en cuanto a sus obligaciones como anfitriona y acompañante de su marido no las consideraba como una ocupación, sino más bien como una distracción… aunque en ocasiones era obligada, y muchas veces había deseado ser libre, pero sin renunciar a todo lo que estaba acostumbrada, lo cual no era muy fácil de lograr… a menos que…

Pero nada de esto le comentó a su amiga y más bien la escuchó hablar sobre sus idas al cine dos veces al mes, sus comidas «extraordinarias» en Vips, con alguna compañera, no más de una vez por mes y, claro, cuando su amante la «sacaba» a comer a Tlaxcala o a San Martín Texmelucan y más raramente a Atlixco; jamás la invitaba a ningún lugar en Puebla, porque tenía una esposa que «respetar», como él mismo decía.

Carmen le lanzó una irónica mirada a Diana, que ésta no captó, o fingió no captar, ¡respetar!, qué manera de «respetar» tienen los hombres.

II

El siguiente martes, cuando ambas estaban en el jardín trasero, cómodamente sentadas alrededor de la mesa con sombrilla, observando la piscina, escuchando música y tomando el aperitivo antes de comer, inesperadamente se apareció Hans en el hermoso y arbolado patio, caminando por la vereda que dividía en dos el prado, saludando a sus dos sabuesos, que brincaban alegremente frente a él, dificultándole caminar. Carmen y Diana lo vieron antes que él a ellas, porque toda su atención estaba en sus consentidos perros.

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Diana palideció de pronto y casi le dio un infarto, pero trató de disimular lo mejor que pudo; cuando él la vio sentada ahí en su propio jardín, junto a su esposa, se detuvo en seco y se acuclilló, pretextando acariciar a los canes. Trató de pensar rápidamente de qué se trataba todo eso, ¿habría Diana venido a decirle todo a Carmen?… pero no, las dos se veían muy contentas, bueno Diana estaba con cara de espanto, así que… Como no vio ninguna reacción por parte de su esposa, se acercó, esperando hasta ver el comportamiento de ambas.

Se agachó a saludar a su esposa y Carmen, inocentemente, lo besó en la mejilla como siempre

-Te presento a mi amiga Diana, la conocí en el autobús de México la semana pasada – le sonrió candorosamente -¿vas a comer?

Él había decidido ir a comer a su casa cuando Diana le dijo que no se podían ver ese martes, pero, ante las circunstancias, decidió no hacerlo.

-No, querida, sólo vine por unos papeles que olvidé en la mañana, recuerda que los martes como con el Director de la Planta -volteó a ver a Diana de la manera más impersonal que pudo -mucho gusto.

Diana sólo lo saludó con la cabeza, estaba muda, quería meterse debajo de la mesa, si antes se puso pálida, ahora sus mejillas estaban tan calientes, que sentía que iban a estallar; sólo deseaba que Carmen no se diera cuenta.

Cuando Hans Otto captó toda la situación se tranquilizó inmediatamente; se sintió más incómodo porque Diana lo hubiera visto sin bisoñé, que por tener a la esposa y a la amante juntas y tranquilamente se sentó a beber un vaso de limonada -hace mucho calor, ¿la están pasando bien, señoras?

Diana, sin contestar, pensando que ese era el colmo del cinismo, también tomó su vaso de limonada y apuró el agridulce y helado líquido de un solo trago. Para no tener que ver a Otto, prefirió acariciar a uno de los perros que se había echado entre él y ella.

De la manera más cándida, Carmen se levantó -por lo menos voy a ordenar que te sirvan una copa, querido- se dirigió a la casa dejándolos solos.

Hans la observó alejarse pensando «verdaderamente, es la mujer más inocente e ingenua que conozco… por algo me casé con ella, ¡pobrecilla!», se volteó hacia Diana, le sonrió cínicamente levantando los hombros, sin más comentario; ella se volvió a agachar a acariciar al perro, para no tener que verlo.

Carmen, después de ordenar que les llevaran una copa a los tres, salió de la cocina y se encerró en la elegante y acogedora biblioteca, amueblada y adornada con un gusto exquisito, como el resto de la casa, para llamar a su abogado.

-Ya confirmé todo al verlos juntos; podemos sacarle lo que queramos, porque no le conviene el divorcio ahora que tiene la posibilidad de ser nombrado Director General. Por supuesto, yo voy a aparentar que no sé nada, para que tú puedas chantajearlo; hoy grabé buena parte de mi conversación con Diana, platicándome, con nombres y datos, los detalles más truculentos de su relación con su amante ¡imagínate!- rió de buena gana.

-¿Estás segura de que no querrá ser libre para casarse con ella y te salga el tiro por la culata?

-¿Con esa? ¡para nada!, jamás se casará con alguien así, si desea ese puesto, necesita a alguien con clase y ésta no la tiene.

-Si estás tan segura, tenemos que tramar un plan, cuanto antes mejor.

Carmen suspirando, se estiró y se levantó el pelo de la nuca con la mano libre -Te espero mañana a las 10 a desayunar ¿quieres liguero negro o blanco?

 ***

© Silvia Eugenia Ruiz Bachiller, Puebla, Pue., Julio, 1994

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Imágenes tomadas de internet,

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Silvia Eugenia Ruiz Bachiller, Autora de “TÚ Y YO SIEMPRE”, novela romántica. La historia de amor de Almas gemelas, su karma, reencarnación y regresiones a vidas pasadas.

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28 comentarios en “DONDE LAS DAN, LAS TOMAN”

    1. Hola preciosa, creo que en este triángulo nadie se salvó de la crítica, los infieles por serlo y aún la protagonista, comodina, paga el precio por conservar el estatus y al final, pues se desquita…
      Te voy a publicar otro cuento (dedicado a ti, ya que lo pides) más o menos del mismo corte, pero antes subiré un sueño… que si me atrevo va por tu línea.
      Abrazo de luz

      Le gusta a 1 persona

    1. Hola Rosita, mil gracias, me das muchos ánimos, por cierto, el cuento que publicaré mañana, te lo dedico, es algo así como una conversación entre dos, ya lo verás, espero te guste, estamos atreviéndonos a estructurar el cuento de otra manera, con toda la esperanza de que guste a nuestros lectores (es coautoría con Danshaggyalv).
      Abrazo de luz

      Le gusta a 1 persona

  1. Woww! Que precioso talento el tuyo,
    Una conversación muy bien llevada, una secuencia perfecta, y me gustó el desenlace, impredecible.
    Felicidades! Me ha encantado leerte.
    Un abrazo grande y saludos.

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